La libélula

La ninfa se metamorfoseó convirtiéndose en una elegante y mortal libélula. Veloz y carnívora, el mundo que existía fuera del agua había dejado de estar a salvo.

Cruzó la calle atravesando las líneas blancas pintadas en el asfalto. Había guardado las manos en los bolsillos de su chaqueta en un vano intento de aislarlas del frío. Llevaba la cabeza ligeramente agachada evitando lo máximo posible que el viento helado le rozase. Notaba los dedos de los pies fríos y las botas empezaron a resultarle extremadamente duras e incómodas. 

No importaba. Al otro lado de la carretera, en la acera de enfrente, estaba la librería que se disponía a visitar por tercera vez esa semana. Empujó la puerta de madera y cristal provocando que sonaran las campanitas que colgaban del techo y que la librera había colocado para que le avisaran de la entrada de alguien en el local. El sonido era metálico y dulce como ella, fría e irresistible a la vez.

Se dirigió al mostrador esperando con ansiedad que ella apareciera desde el interior de la trastienda. Un lugar vetado para los clientes y que alimentaba la imaginación. Llevaba noches sin dormir haciendo cábalas sobre lo que aquella magnífica mujer guardaba en el interior del local. Aunque lo que en realidad deseaba era poder descubrirla a ella en su totalidad, en su verdadero hábitat.

Escuchó cómo se acercaba y, sin poder impedirlo, su corazón comenzó a palpitar muy deprisa. Ella apartó la cortina con la mano y salió al mostrador. Le miró sonriente con sus ojos cristalinos, transparentes como el agua más pura y él no consiguió decir nada. Tragó saliva para desanudarse la garganta y consiguió, a duras penas, que surgiera de ella un hilillo de voz lo suficientemente comprensible. Preguntó si había llegado el libro que le había encargado.

Se disculpó por visitarla por tercera vez pero era urgente, lo necesitaba para mandárselo a su hermano como regalo de cumpleaños. Ella le miró fijamente unos instantes en silencio y sin dejar de sonreír. Después pronunció las palabras que él tanto ansiaba escuchar desde hacía semanas: «Pasa adentro. Ha llegado una caja de libros esta mañana y todavía no he tenido tiempo de sacarlos. Puede que tu libro esté ahí.» La mujer dio media vuelta y pasó a la trastienda sin esperar a que le contestara.

Cuando entró en el almacén, no pudo evitar abrir la boca por la sorpresa. Triplicaba el tamaño de la tienda y estaba rodeado de enormes librerías ocupadas por ejemplares raros y que parecían únicos. Había un gran ventanal por el que entraba toda la luz del sol necesaria para crear una atmósfera de ensueño. Una gran mesa central, de madera de roble, presidía aquel lugar y estaba rodeada de sillas antiguas tapizadas con telas de seda. Sobre ella, estaban colocadas dos lámparas doradas de lectura y una gran caja de cartón.

La mujer estaba de espaldas a la ventana y, a contraluz, su silueta se dibujaba espléndida. Ella adquirió tal dimensión que comenzaron temblarle las rodillas. Se conmovió al tener la certeza de que saldría de allí amándola para siempre.

Ella le indicó que se acercara. Había abierto las tapas de la caja y sacaba los libros que allí se guardaban. Él se colocó a su lado, sintiendo el roce de su brazo junto al suyo, percibiendo su calor. Revisaron, uno por uno, los ejemplares y sus manos se rozaron al encontrar el título que le había encargado para su hermano.

Él apartó la mano con rapidez, tímido, lamentando haber podido traspasar los límites. Sin embargo, ella le sujetó la mano suavemente mientras volvía a atravesarle el corazón con aquella mirada trasparente que le hacía recordar las aguas de un río. Sin saber por qué cerró los ojos y comenzó a escuchar el murmullo de un arroyo y el rumor de la brisa serpenteando entre las hojas de los árboles.  En un instante,  había dejado atrás la librería y se había trasladado a un bosque.

Se dejó mecer por esta visión mientras continuaba sintiendo cómo ella le cogía de la mano cada vez con más fuerza. Los sonidos bucólicos se mezclaron con un intenso zumbido provocado por el aleteo de un insecto. Le pareció notar que unas finas alas le rozaban la mejilla y abrió los ojos sorprendido y ligeramente asustado.

Continuaba estando en la trastienda y el zumbido había cesado. No se había marchado a ninguna parte. Ella le observaba curiosa y hermosa con su larga melena brillando con la luz del sol. Sin embargo, sintió una especie de repulsa repentina al tacto de su mano y la soltó con cierta brusquedad. Le dio la espalda para que no descubriese sus sentimientos.

Se apresuró a disculparse, tenía prisa y el libro que había encargado ya había llegado así que podía marcharse y dejarla desempaquetar tranquila. De nuevo, escuchó el aleteo incomprensible de antes. Giró la cabeza y descubrió aterrorizado el rostro de una libélula gigante a escasos centímetros del suyo.

Vio reflejado su horror en sus enormes ojos abultados que parecían dispuestos a tragárselo, a comérselo vivo lentamente. Gritó e intentó librarse de aquellas patas delgadas pero se le clavaban en el cuello como alambres traspasándole la piel y haciéndole sangrar. Supo que la situación se volvía crítica al percibir que sus pies empezaban a separarse del suelo.

Las dos patas delanteras de ese monstruo le sujetaban la cabeza y las otras cuatro, le habían cogido de tal manera que volaba en posición horizontal. Mientras llegaban hasta el techo, vio que la libélula abría su poderosa mandíbula dispuesto a devorarlo. Reaccionó con rapidez y le atacó a los ojos hundiendo en ellos sus dedos para destrozarlos.

Funcionó y el terrible insecto le dejó caer mientras emitía un alarido de dolor agudo y penetrante. Se golpeó contra el suelo y pudo ver, antes de incorporarse, que la mujer se acercaba a la libélula gigantesca y saltaba sobre ella mientras se la comía con una voracidad que no fue capaz de soportar. Se desmayó al ver en qué se transformaba su mandíbula al engullirla.

No sabía cuánto tiempo había pasado cuando se despertó. Estaba recostado sobre la mesa, junto a la caja de cartón y los libros que habían sacado antes. Ella le contó que se había desvanecido y que había estado así diez minutos. Estaba realmente preocupada. Sin esperarlo, ella le besó suavemente en los labios y él respondió con intensidad pues su contacto volvía a resultarle placentero.

Sin embargo, tuvo que detenerse porque volvía a sentirse mareado y, de nuevo, le zumbaban los oídos como si un insecto rondase a su alrededor. No quería mostrarse ante ella como un paranoico de manera que le ocultó su extraño sueño, pues esa era la explicación racional que le había dado al asunto de la libélula, y se dispuso a despedirse. 

Tras prodigarse varios besos más y concretar una cita para el día siguiente, él puso rumbo a la calle mientras la mujer le seguía con la mirada sabedora de que pronto él se convertiría en lo que ella necesitaba. Una vez estuvo sola, desplegó sus alas de libélula y recorrió la trastienda con su elegante vuelo iluminada por la luz del sol. Su fuerte aleteo removía el polvo y las motas flotaban por el almacén como si fuesen fragmentos brillantes de purpurina. Cogió un libro y se dispuso a leer.

La ninfa se metamorfoseó convirtiéndose en una elegante y mortal libélula. Veloz y carnívora, el mundo que existía fuera del agua había dejado de estar a salvo. Porque había encontrado un nuevo y joven compañero que cazaría para ella.

©Esther Paredes Hernández

30 de Diciembre de 2016

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