Como cada diciembre, Eva iba a pasar la Nochebuena en soledad porque no tenía con quien celebrarla. Los años le habían enseñado que era imposible escapar de la festividad y cedía en ciertas cosas: el árbol lo colocaba en el salón, pero sin luces de colores ni guirnaldas; encendía un par de velas doradas y se vestía con un pijama de color rojo. El mejor plan para Eva era llenar la despensa con bolsas de snacks y la nevera, con refrescos. Encendió la lámpara de lectura para que la luz fuese la mínima y preparó la manta de cuadros para el sofá.
Cogió un bol amarillo y lo llenó de palomitas que hizo en el microondas. Sacó del frigorífico una botella de dos litros y medio de refresco y llenó un gran vaso que había sacado del armario de la cocina. Caminó, arrastrando las pantuflas acolchadas, hacia el sofá cargada con su cena especial navideña. Se sentó cruzando las piernas, como cuando practicaba yoga, y agarró el mando. Seleccionó al azar una película clásica que le sugirió su Smart tv y pulsó el play. En unos segundos, surgieron las primeras imágenes en blanco y negro de “It’s a wonderful life”. Intentando dejar atrás la obligación de sentir paz y amor en Nochebuena, cubrió sus piernas con la suave manta y empezó a comerse las palomitas de maíz con más ansiedad que apetito.
Después de una hora, el bol estaba vacío y el sofá cubierto por pañuelos de papel que se habían humedecido después de secar unas lágrimas tan saladas que le provocaron escozor en los labios. No le gustaba reconocerlo, pero como sucedía cada año, ya sabía que acabaría sintiendo esa tristeza tan insoportable. La película no era la mejor para ver en su situación así que, sin que acabase, la cambió por “Labyrinth” sin pensárselo. La elección fue todavía más desastrosa porque se acordó de Daniel en cuanto sonó la música de los créditos de inicio. Su cerebro se iluminó con un fogonazo, como si le hubieran disparado a bocajarro, al rememorar su primera cita en las Navidades del año 2006. Esa noche fueron al cine para ver la reposición de esa película. Eva se puso a llorar de nuevo, esta vez por el recuerdo de un amor imposible, y temió no tener pañuelos suficientes para un dolor tan hondo. Se vio obligada a levantarse para coger un rollo de papel de cocina. A grandes males, grandes soluciones.
Eva, rodeada de tantos papeles arrugados y mojados que habían cubierto la manta, tuvo que admitir que, una vez más, no había logrado pasar una Nochebuena tranquila. Apagó el televisor y escuchó a sus vecinos cantar villancicos durante la cena. Cerró los ojos y respiró hondo. Por un instante, sus vidas, normales y definidas, se fundieron con la suya que había perdido la forma diluyéndose con la tristeza. Se forzó a imaginar que esos desconocidos eran su familia y que no estaba sola. La estrategia pronto dejó de funcionar y el desánimo creció hasta llevarla al origen de su odio por la Navidad, que no era otro que Papá Noel, el actor principal de la Nochebuena.
Eva, aunque casi nunca quería recordarlo, fue una niña que creció en un lugar oscuro, muy oscuro, sin aire, en el que se sentía sola y del que no pudo escapar hasta que se hizo adulta porque era su hogar. En aquella madriguera, el tiempo pasaba despacio porque se crecía sin la ayuda de los besos y los abrazos, los días pasaban lentos sin amor. Por eso, Eva, durante los pocos años que tuvo esperanza e inocencia, escribió la tradicional carta a Papá Noel pidiéndole que la rescatase, pero su deseo no fue concedido. La decepción de ser la única niña que no era atendida por el barrigudo bonachón se convirtió en odio y la pequeña dejó de celebrar la Navidad como señal de rebeldía.
Con el paso del tiempo, su vida se llenó de flores cuando se enamoró de Daniel y fue correspondida. El amor hizo que recuperara la esperanza por disfrutar de una familia. Pero tuvo que volver a dar marcha atrás cuando Daniel la dejó sin darle demasiadas explicaciones y sin ofrecerle una segunda oportunidad. Aunque ella sabía de sobra los motivos: era difícil convivir con su frustración constante, con su pesimismo instaurado y con el miedo a terminar quedándose sola. Tras la marcha de su gran amor, Eva regresó al pozo sin fondo que tan bien conocía y comenzó a vagar por la ciudad sin rumbo, buscando el calor de un abrazo, de un sosiego que tranquilizara su corazón pues pasaba las noches en vela con cada palpitación hueca.
Ahora había llegado la Nochebuena otro año más y, aunque había colocado el árbol descolorido en el salón, no creía que Papá Noel apareciera. Cuánto necesitaba una mano amiga en esos instantes. La pena comenzó a oprimir demasiado su garganta y ya no soportaba la alegría de sus vecinos. Les gritó, golpeando la pared, para que dejaran de cantar y de restregarle su felicidad. Pero resultó inútil y continuaron como si nada. A ella no le sorprendió, al fin y al cabo ¿quién iba a escuchar sus deseos? Se sentía al borde del abismo y no conseguía visualizar su futuro, había dejado de creer que su vida pudiese mejorar. Pero su instinto de supervivencia le gritó que necesitaba intentarlo una vez más. Así que utilizando los restos de su energía vital, Eva sacó un bolígrafo de un cajón de la librería y se puso a escribir unas líneas en un trozo de papel de cocina que había conseguido mantenerse seco. Le temblaban las manos y además la punta del bolígrafo no se deslizaba con facilidad, aún así no se dio por vencida. “Que Daniel vuelva a casa esta noche.” No firmó la carta, Papá Noel no lo necesitaba. Abrió la ventana del salón, cerró los ojos al sentir cómo el viento helado aliviaba la hinchazón de sus párpados por el llanto y dejó que el pañuelo se elevase hacia el cielo como una paloma mensajera. Pensó que colocar las luces de colores alrededor del árbol ayudaría a llamar la atención de Papá Noel. Las diminutas bombillas comenzaron a parpadear como pequeños estallidos y Eva pensó que eran un preámbulo de la alegría que pronto sentiría.
Entró en su habitación y, tras dejar la puerta entreabierta, se metió en la cama con el calor de una agradable esperanza en su interior. Escuchaba de fondo, ahora con menos resistencia, las canciones de sus vecinos que no habían hecho caso de sus protestas. Se quedó de lado mirando el reloj de la mesita. Eran las once y media de la noche. Pensó en su carta atravesando las nubes y llegando hasta el trineo mágico de Papá Noel que estaría acercándose a la ciudad. Vale, la había mandado en el último momento, pero la magia no sabía de tiempos ni de límites. Eva se quedó dormida sin darse cuenta y la niña solitaria que habitaba en un rincón de su corazón, también.
Se despertó con el ruido de cristales rotos en el salón y abrió los ojos de par en par. Quiso saber la hora que era: las cuatro de la madrugada. Estaba segura de que el causante del estruendo era Papá Noel que había entrado en su casa por la ventana. Se le olvidó dejarla abierta. Eva se sentó en la cama frotándose las manos de una manera emocionada e infantil. ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Quedarse en la cama y esperar a la mañana para descubrir su regalo junto al árbol? Dedujo que Papá Noel se movía alrededor del árbol por el ruido que producían las luces al chocar entre sí. Eva salió descalza de su habitación y recorrió con sigilo el pasillo que llevaba hasta el salón.
La estancia solo estaba iluminada por el parpadeo colorido del árbol y Eva no conseguía entender lo que estaba viendo. Sin embargo, su instinto le aceleró la respiración y preparó su cuerpo para huir si la criatura que había descubierto resultaba ser un peligro. Junto al árbol, un ser encorvado que llegaba hasta el techo y que tenía la consistencia de un árbol muerto al que han cubierto con una sábana de terciopelo de color rojo sangre, depositaba pesados paquetes en el suelo para salir a continuación al exterior saltando por la ventana rota. Eva atravesó el salón, cortándose la planta de los pies con los cristales rotos y, se asomó, escudriñando las terrazas, las calles y el cielo por el que empezaban a asomar los primeros rayos del sol. No había rastro del viejo decrépito ni de su trineo mágico. Mientras volvía a sentirse defraudada porque no entendía a qué se debían tantos paquetes siendo que ella le había pedido solo una cosa, se percató de que los pies se le humedecían y eso le hizo prestar atención al suelo. Vio sangre en sus pies y cayó en la cuenta de que se había cortado con los cristales. Aunque había demasiada para provenir de sus finas heridas. Se fijó en un reguero rojo que emanaba de los cinco regalos de diferentes tamaños dejados a los pies del árbol. Se acercó y agarró uno mediano. Notó que un líquido se escapaba entre los pliegues del papel navideño en el que iba envuelto. Con el bulto en las manos, se acercó al interruptor y encendió la lámpara grande del techo. Lo que contempló al abrir el paquete, le hizo soltarlo de golpe y acabó estrellándose contra el suelo produciendo un sonido hueco. Mientras, Eva gritaba temiendo perder la cordura. Arrodillada, abrazando todos los sanguinolentos paquetes, lanzó un alarido eterno al comprender que Papá Noel había satisfecho su petición: tenía con ella el cuerpo desmembrado de Daniel.
Entre la sangre, distinguió su pañuelo de papel, que había servido como carta, con un mensaje de respuesta escrito por el otro lado. “La próxima vez pide el deseo con más antelación. Tu regalo se ha resistido y no podía perder el tiempo negociando con él pues el amanecer estaba cerca. Disfruta de tu merecido obsequio. Tu amigo, Papá Noel. Recuerda, Eva: la magia existe.”